dimarts, 16 de desembre del 2008

La caja (autora: Marta Padilla)

Hace dos días fue mi cumpleaños. 90 años, todo un acontecimiento. Mis hijos, nietos y bisnietos se reunieron en la habitación del hogar de ancianos, acompañados de igual número de regalos. Pero sólo uno consiguió realmente llamar mi atención: Una pequeña caja de zinc que me regaló uno de mis pequeños bisnietos.
- Para que guardes tus tesoros – me dijo con ojos limpios y sonrisa cómplice.
Él no lo sospechaba, pero al coger esa caja en mis manos volví a esos años de juventud que tanto tiempo había luchado por enterrar en mi memoria.

En 1941 el destino todavía no nos era adverso. Por aquel entonces habíamos llegado muy cerca de Moscú y Leningrado estaba punto de caer. La lucha en Rusia parecía decantarse a nuestro favor, pese a que la invasión no era tan fácil como en Polonia o Checoslovaquia.

Yo estaba destinado en el flanco sur del frente oriental, en un regimiento de caballería. Todavía no estaba cansado. El agotamiento por la guerra, por los compañeros muertos, por todo y por nada, llegó mucho después.
Se acercaba el invierno que lo cambiaría todo, pero nosotros aún no lo sabíamos. A finales de verano las cosas marchaban bien en el flanco norte, y Leningrado no aguantaría mucho más; así que no había de qué preocuparse. También nuestros mandos parecían pasearse con la misma confianza de siempre. Aquellos que detestábamos hacían alarde de su arrogancia, y aquellos que admirábamos nos regalaban su galantería y generosidad. Pasábamos los días combatiendo a los rusos y avanzando lentamente; las noches, bromeando y conversando entre amigos. De esa época vivida a trompicones, como nuestras ofensivas, son esas charlas lo que recuerdo con más viveza. Casi con ternura. Más adelante imágenes más terribles quedarían grabadas en mi mente. Pero esos otros recuerdos son como balas que se alojan dentro de ti y te desgarran. No las ves venir ni quieres recordarlas.

Había en mi grupo más cercano un chico joven, Karl, que solía bromear sobre una novia que tuvo antes de la guerra. La chica era oriunda de la región en la que combatíamos, y hablábamos de ello en son de chanza. De hecho, repetíamos las mismas bromas noche tras noche, como si fuera un rito. Primero pasábamos lista a los heridos o caídos en combate, manteniendo por unos segundos un silencio pesado e incómodo. Después aligerábamos nuestras almas con trivialidades que conocíamos al dedillo: La antigua novia de Karl o el misterio de la caja. Ah, el misterio de la caja. Era nuestra conversación favorita, hasta el punto que llegó a convertirse en una auténtica leyenda de nuestro regimiento.

Yo me inicié en el misterio al poco de llegar al frente, una noche muy fría en la que estábamos todos exhaustos. Acabamos de salir de Rshevo, o más bien de lo que quedaba de ella. Los rusos la habían tomado y nos habíamos visto obligados a retroceder. Un compañero me preguntó si me había fijado en la enorme caja de mapas del edecán. Una caja alargada recubierta de zinc, un objeto más del equipamiento militar que rodeaba a los oficiales. Evidentemente no era algo a lo que hubiese prestado atención.
- No sabemos lo que contiene – me dijo mi compañero -. Está sellada.
- No es una caja de mapas. Es un ataúd – sentenció otro.

La caja pertenecía a Gunter, el edecán del mariscal. Gunter era un hombre joven todavía, de nariz aristocrática y genealogía alargada y rimbombante. Sabíamos que sus hermanos también servían de oficiales. De hecho, su hermano mayor había llegado a general. Como seguramente todos ellos, Gunter exhumaba la confianza de aquél al que se le ha educado para mandar. Y, lo que era aun más extraño en esos tiempos, una dignidad propia de un corazón noble. Era el arquetipo del antiguo militar prusiano, muy diferente a las nuevas hornadas de oficiales con carné del partido. Por eso nos gustaba.
Nadie sabía con certeza qué había en la caja. Hans, un chico extrovertido y algo fanfarrón, nos contó que Gunter había desenterrado los restos de su hermano más joven, muerto durante los primeros combates: con la ayuda de un ordenanza, había metido los restos en la caja y la había sellado. Le pregunté a Hans a qué ordenanza se refería, pero mi compañero tan sólo se encogió de hombros.
- No lo sé, es tan sólo una historia que se cuenta.
- ¿Y porqué carajo desenterraría Gunter a su hermano? – preguntó otro.
Hans cambió su expresión, que se tornó seria.
- Cuando la guerra empezó, sus hermanos y él hicieron un pacto. Si alguno de ellos moría, los demás se encargarían de que fuese enterrado en suelo alemán.
Oí gruñidos de aprobación, pero también tímidas protestas.
- No se puede cavar en la tierra helada. Hay que fundirla, rociándola con combustible. Tu historia es pura basura, Hans – dijo alguien alentado por el poco alcohol del que disponíamos para quitarnos el frío que nos calaba los huesos.

Después de esa noche, imaginé muchas veces la escena que Hans había descrito. Pronto fui yo el encargado de contarla a las nuevas levas. Solemnemente describía cómo Gunter y su ordenanza llevaban a cabo su siniestra misión entre tumbas de jóvenes soldados alemanes. Tumbas que salpicaban un campo santo donde hasta entonces se habían enterrado a campesinos rusos. Casi podía sentir que lo había vivido. O quizás, después de repetir la historia una y mil veces, llegué a punto donde no podía discernir qué era fábula y qué realidad. En la guerra, los recuerdos se desdibujan, lo colectivo se torna individual, y lo individual, colectivo.

Cada noche alguno de nosotros añadía a la leyenda alguna anécdota o algún detalle. Uno decía que había visto a Gunter santiguarse delante de la caja, otro que la habían abierto y que tan sólo contenía mapas del frente. Lo único cierto era que la caja viajaba allá donde Gunter estuviese. En su tienda o en algún improvisado centro de mando.

Pasaron las semanas y los meses. El invierno llegó y se hizo fuerte. No teníamos equipamiento adecuado y los partisanos cortaban las líneas de comunicación, limitando nuestro abastecimiento. Empezaron a caer nuestros compañeros y no podíamos alimentar a las columnas de rusos que capturábamos. Cuando alguno de esos diablos caía, algún oficial disparaba sobre él para evitar tener que alimentarlo. Nuestra vista se nublaba, nuestro ánimo decaía y nuestras fuerzas mermaban.
Las noches eran especialmente terribles. Aprendimos a temer al frío indescriptible más que a los rusos. Y eso que esas gentes, de mirada implacable, preferían quemar sus pueblos antes de dejarnos algo que pudiésemos aprovechar. En esas gélidas noches seguíamos comentando el misterioso contenido de la caja. Nos servía para crear una atmósfera de misterio con los novatos, o para distraerlos, que buena falta hacía. Incluso, cuando conseguíamos encontrar los ánimos para hacerlo, nos servía para asustarlos presentando a nuestro querido Gunter como una especie de adorador del diablo. Quedaban pocos del grupo que me había contado la historia por primera vez. Hans había muerto con los primeros fríos. Y los que aún estábamos allí sabíamos que todo servía para pasar otro día en el frente.

El tiempo se desdibujó, a la par que nuestro ejército. A medida que pasaban los meses, las ofensivas se tornaban en retiradas. Las noticias no eran halagüeñas. Pero para nosotros, lo peor había pasado ya. Nada podía ser peor al hambre y al frío de ese maldito 1942. La caja era ya un miembro más del regimiento; un secreto compartido que nos unía a Gunter, ahora nuestro comandante, y que nos hacía sentirnos cercanos a él y a un orgullo que luchábamos para no olvidar. Hasta que, a finales de 1944, una bala acabó con él. Durante los últimos coletazos de nuestra retirada. Gunter se había mantenido firme hasta el final, y no faltó quien comentó que la muerte había sido un premio a su rectitud. Al fin y al cabo, ¿qué podía aguardarle a Gunter y a tantos como él una vez el ejército rojo entrase en Berlín? También nosotros temíamos lo que nos esperaba.

Con la muerte de Gunter, los ánimos del regimiento se ensombrecieron aún más. Eran muchos los que morían cada día, pero con él no sólo perdimos a un buen oficial, sino que nos resignamos a no esclarecer nunca el misterio de la caja.

A los dos días de la muerte de Gunter llegó su hermano. Era algo inusual en el clima de caos; más en esos tiempos en los que ningún general estaba a salvo de la furia del Führer. Todos nos las apañamos para poder verlo. Y vimos que el hermano de Gunter se parecía a nuestro querido comandante: tenía el mismo porte regio, el caminar firme y la mirada noble. Acostumbrados a los advenedizos de saludo en alto, supongo que nos sirvió de consuelo saber que en el estado mayor aún quedaba algún oficial de la antigua guardia.

Más tarde, cuando el general partió, alguien hizo notar que no sólo se llevaba los restos de su hermano. Tras santiguarse, el general también se llevó la caja de zinc.

1 comentari:

  1. M'ha agradat molt, està molt ben escrit i es interessant, m'he sentit transportada a l'ambient de guerra que s'hi respira.

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